Sé que a veces soy un poco frío, me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me descubrió que es esa la razón por la que escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra forma no sé o no puedo expresar. Siempre que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite sobre ella todas esas ideas aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en forma de una casi confesión. (Huérfanos de Campillos)

miércoles, 14 de marzo de 2012

Los Campos Pálidos. Semblanza de un internado.


Los Campos Pálidos.
(Semblanza de un internado)


Tenía 11 años, a punto de cumplir 12, cuando ingresé en el colegio una gélida tarde de enero de  de 1974. El colegio San José se encontraba a la misma entrada de la localidad de Campillos, extramuros del casco urbano y tras un cerro que impedía que sus instalaciones fueran visibles desde la carretera que llegaba de Antequera. Por aquel entonces ya se empezaba a llamar a aquel lugar “el colegio viejo”. Destinado a albergar a los alumnos de los cursos superiores se estaba construyendo en otro lugar menos escondido, otro recinto que sería conocido por todos como “el colegio nuevo”

Fue, si no mal recuerdo, a partir de 1975 cuando los chicos mayores, los de 1º, 2º, 3º de BUP y COU, fueron enviados a aquel nuevo centro, al colegio nuevo. El cuerpo principal de aquel recinto estaba compuesto por un imponente edificio de ladrillo visto con cierto aire de cuartel o incluso de recinto carcelario rodeado de muros encalados de blanco. El edificio se alzaba solitario, casi amenazador, sobre un cerro a una distancia aproximada de un kilómetro  del casco urbano. Estaba aquel cerro rodeado por un mar de campos de cultivo de tonos pálidos, verdes en primavera y que se tornaban ocres y amarillentos en junio cuando llegaba la época de la cosecha y la del final del curso.

Allí entre aquellos muros de los dos colegios y rodeados por aquellos campos pálidos transcurrió la adolescencia y primera juventud de miles de chavales de toda España. De todos los puntos de Andalucía. De Extremadura y de Castilla. Del Levante, de Murcia  y de Madrid, de Navarra, de La Rioja, de Aragón o el País Vasco, de Canarias y de Baleares, de Cataluña y de Ceuta o Melilla,….o , como en la Endecha Española, ¡¡¡de válgame Dios!!!……….No éramos ni mejores ni peores que otros chicos de nuestra edad. Tampoco éramos los niños malos, problemáticos e incorregibles que algunos se empeñan en describir. Y mucho menos  los niños pijos que eran enviados a un reformatorio de lujo como algunos progres de esos modernos de ahora que tanto salen por televisión, afirman con  vehemencia. No se me ocurre nada menos pijo, con menos glamur, que nosotros con 15 años y llevando aquellos baberos de color marrón o caqui, apestando a tabaco con los bolsillos llenos de “pavas”, aquellas colillas de cigarros a medio fumar. Éramos chicos normales y corrientes con los mismos problemas e inquietudes que otros chavales de nuestra edad  pero que, por distintas razones, fuimos enviados a estudiar a aquel lugar alejado de nuestros hogares y de nuestras familias.

Allí jugamos, estudiamos, nos formamos, nos hicimos amigos y enemigos (afortunadamente la enemistad ya perdida en el océano de la memoria y el tiempo) y comenzamos a hacernos hombres. Allí reímos y lloramos (miente quien haya estado en Campillos y diga que nunca lloró o que nunca le lloró el alma). Allí nos peleamos y nos abrazamos. Allí aprendimos el valor de la amistad y del compañerismo y  allí se nos mostró por primera vez la dureza de la vida………

Puede parecer una paradoja, pero el Colegio San José, Campillos como es conocido familiarmente entre los que allí estuvimos  y era por aquel entonces conocido en toda España, no era un lugar fácil aunque el recuerdo que para la mayoría de nosotros ha quedado después de treinta años sea entrañable. Cuando por primera vez entrabas en el colegio siendo un niño (como en mi caso) o un chaval en los primeros meses  de su adolescencia, la imagen con la que te encontrabas no podía ser más desoladora. Recuerdo  mi primera tarde en el centro, cuando tras despedirme de mis padres un jefe de estudios (don Federico Anglada) me acompañó a clase. Era enero y ya había oscurecido. ¡Por Dios, qué frío hacía!. Recorrimos patios enormes, fríos, desiertos, inacabables  y desolados, flanqueados por hileras de aulas de las que no salía ni el menor sonido. Recuerdo que pensé, “pero, ¿dónde están los otros niños? Acostumbrado a un moderno colegio religioso, luminoso, con las mejores instalaciones,  (siempre animado por la algarabía de cientos de niños gritones)  hasta llegar a la que iba a ser mi clase en los próximos meses todo se me antojaba sigiloso, oscuro, siniestro y espartano, con aquellas también hileras de letrinas abiertas a lo que parecían campos de deporte que se perdían y desdibujaban  en la oscuridad invernal de aquella tarde de enero. Probablemente todo estaba dispuesto para que esa primera impresión se te quedara grabada en el alma, para que te fueras acostumbrando a lo que te esperaba  y a lo que se esperaba de ti en el colegio. Estudiar, estudiar y más estudiar. Cualquier otra consideración relativa al ocio o al deporte era secundaria.

Durante los años en los que allí estudiamos bajo una férrea disciplina, Campillos se convirtió para la mayoría de nosotros en el lugar que racionalizaba, ordenaba y daba sentido a nuestras vidas. Pero Campillos era también mucho más que un lugar, que una ubicación geográfica, que un internado, que un lugar en España. Campillos éramos cientos de chavales que vivíamos y convivíamos juntos. En el colegio viejo dormíamos en enormes dormitorios con interminables filas de literas y taquillas. Si, dormíamos juntos, nos levantábamos juntos, nos duchábamos juntos en aquellos aseos cuarteleros y con el agua helada la mayor parte de las veces. Después de una de aquellas duchas te tirabas seis horas sin poder encontrarte el pito. Comíamos juntos aquellos platos repugnantes (al menos para nuestros paladares infantiles). Recuerdo con especial asco los filetes de jamón york empanados, las alcachofas de lata con mayonesa, la carne guisada con una especie de macarrones que denominábamos “chochitos”, la tortilla de patatas, las lentejas con bichitos las más de las veces, las judías con morcilla, el arroz de los viernes más propio para ser utilizado como cemento que para ser comido, la sopa fría de todas las noches, el huevo frito (frío y con la yema cuajada) con embutido de los domingos por la noche, las croquetas también frías y duras que se servían junto con un chorizo frito que a veces estaba hasta rico y con el que nos solíamos hacer  un bocadillo. Las croquetas las envolvíamos en una servilleta para después tirarlas al patio, a las letrinas o por encima de las tapias del colegio. Recuerdo también el aburridísimo  pan con chocolate terroso para merendar todos los días. Había también cosas que no estaban mal, seamos justos. El arroz a la cubana, las magras con tomate, los espaguetis con tomate (recuerdo una noche en la que me comí siete platos), la ensaladilla rusa y sobre todo los desayunos. Sobrasada, foie gras, mantequilla y mermelada, el chocolate de los domingos y el café con leche de todos los días. Lo del café  era divertido. Corría por el colegio la leyenda de que le agregaban bromuro para apagar nuestra fogosidad sexual adolescente. A juzgar por los ruidos nocturnos de los muelles de las literas y por las largas y continuas visitas a las letrinas de muchos de nosotros, o bien era un bromuro de ínfima calidad o nos habíamos inmunizado contra el dichoso producto.

Campillos fue, ha sido y es (durante casi 5 décadas)  la vida de miles de chavales de siete de la mañana a diez de la noche. La vida a golpe de órdenes por altavoz y de toques de sirena. (¿Recordáis aquello del segundo toque de sirena?). Campillos eran aquellos madrugones de lunes a viernes con aquel frio atroz que te helaba los huesos por las mañanas, y que durante los fines de semana si te quedabas castigado, te helaba el alma. Campillos eran aquellas interminables horas de estudio en completo silencio, aquellas colillas que nos fumábamos a hurtadillas al fondo de los campos de deporte en colegio viejo y que compartíamos con los compañeros entre clases en el colegio nuevo (¿serás cabrón? ¡Vaya calentón que le has pegado!) . Campillos era darte de tortas por cualquier gilipollez con un amigo junto a la tapia del colegio y que dos horas después viniera con el brazo extendido ofreciéndote  su mano con  pena en los ojos y una sonrisilla en la boca. Campillos era un extraño universo de olores que te pusieras donde te pusieras siempre te acababan alcanzando. El olor acre de las letrinas, de la acequia inmunda que corría paralela a la carretera de acceso al colegio, la peste de las granjas de pavos próximas al centro y de las balsas de purines de las granjas de cerdos. El olor seco de la fábrica de piensos y de los desinfectantes que utilizaban las limpiadoras. La peste a tigre de los dormitorios (¡tantos cafres durmiendo juntos!). El olor a fritanga que salía por los extractores de las cocinas y el olor dulzón de los pitillos rubios que nos fumábamos los domingos por la tarde cuando regresábamos de casa con algunas perras en el bolsillo. El olor de la libertad cuando subíamos los viernes por la tarde a los autobuses para pasar el fin de semana en casa.

Campillos era también recuperar en estudio Sábado y Domingo, o que te pegasen dos tortazos por haber hecho alguna gansada propia de la adolescencia. Eran los gritos de don José Macías y las carreras despavoridas por los patios cuando sabíamos  que venía repartiendo leña y castigos con su vespino. Campillos era ver con inmensa nostalgia más allá de los muros del colegio la alta arboleda que flanqueaba la carretera o la sierra del Chorro en el horizonte mientras pensabas en tu casa, en tu familia, en amigos lejanos, en las vacaciones del último verano o en una chica con la que tonteabas. Campillos era la alegría inmensa del fin de semana previo a las vacaciones de navidad durante el cual no había salida y nos quedábamos todos en el colegio cantando la gilipollez aquella de “los pastores por el cerro de Belén” e incluso en alguna ocasión cogiendo una borrachera colectiva. Era aquel cine de pueblo con las peores películas de la historia y con los mejores paquetes de pipas que me he comida en mi vida, con mis amigos, los de allí, los de siempre y para siempre. Campillos eran los cafés en el bar Reyes, los bocadillos de jamón del  Lamparilla, las copas  Voy Voy (¿o era Boy Boy?), las comidas en el bar Rosales o en la Fonda San Francisco, las tapitas del Benito Ganga junto al cine camino del colegio. Campillos era el enorme mostrador de madera del viejo estanco de la calle Puerta de Teba que olía a humedad, a tabaco viejo y a higos secos, con aquellas hermanas ancianas y enlutadas, tan de pueblo y tan amables ellas, que andaban siempre trasteando en sus vitrinas de madera y cristal desvencijadas conteniendo ordenadas todas aquellas cajetillas de Celtas, Ideales, Bisonte, Tres Carabelas, Fortuna, Chester, Bisonte, Bonanaza, Ducados………... Campillos era también el Quiosco Bernabeu  con sus helados y sus chuches que nos alegraron más de un fin de semana sombrío. Campillos era aquella inmensa marea humana compuesta por cientos de chavales, que iba del colegio al pueblo, de los dormitorios a las clases, del comedor a los estudios  y que invadía el patio bajo los dormitorios para fumar después de la cena mientras comentábamos los acontecimientos del día. Campillos éramos mis amigos y yo con aquellos motes horrorosos que nos poníamos. La foca, el cara huevo, el porrino, el cabezón, el tío Aquiles, el perote, la zorrita, el nenuco, el cotorro, el moña, el oso, el abuelo, el enano, el cojo, el yaco, el tonto, la vaca, el mosquito, el orejón, el pitirolo, el yogui, el angelote, el chino   y otros tantos que ahora no recuerdo…………..¡vaya tropa!. Campillos era jugar al pincho con los cuchillos que mangábamos del comedor en el colegio viejo. Era jugar a la piola, al tute subastado, a hacer puntos encestando la pelota en las canchas de baloncesto, a los barquitos en los estudios. Era atar hilitos a las moscas también en los estudios, a embadurnarnos las manos con cola blanca y cuando se secaba hacer bolitas blancas y pringosas. Era leer las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, o las de Sven Hassel (de las que yo tenía toda la colección y siempre prestaba a mis compañeros) o en mirar con los ojos desmesuradamente abiertos y casi babeando alguna página arrancada de las primeras revistas porno que llegaron a España.

Aunque nos pueda parecer mentira, en ocasiones Campillos era el lugar al que iban a parar chicos a los que no querían en su casa o incluso el lugar que protegía a otros chicos de situaciones dramáticas que se producían cotidianamente en sus familias. En Campillos había chicos que por su escasa edad, por su timidez o por su debilidad eran objeto de las burlas y abusos de algunos de sus compañeros. No debemos olvidar que Campillos fue una pesadilla para algunos chavales que nunca se adaptaron, nunca quisieron, supieron o pudieron adaptarse a aquel colegio, a aquella dureza, a aquella disciplina y ello les ocasionó incontables sufrimientos y más de un trauma. No todos teníamos la misma fortaleza. Como es lógico la mayoría de ellos no quieren saber ahora nada del colegio. Ellos también son nuestros compañeros y merecen nuestro recuerdo cariñoso y nuestro abrazo. En ocasiones no puedo dejar de recordar a alguno de ellos con cierta tristeza, con cierta sensación de remordimiento. Y por supuesto, Campillos era también aquella tristeza, aquella sensación de vacío que te desgarraba cuando al final del curso te enterabas de que aquel colega,  aquel amigo del alma con quien tanto habías pasado a lo largo de uno o varios cursos no iba a volver más al colegio y que por tanto, probablemente, no lo ibas a volver a ver en tu vida.  Es, tal vez, el más triste recuerdo que guardo de aquellos años ya lejanos de mi adolescencia.

Y cómo no, Campillos era también el personal del colegio y su cuadro de profesores  e inspectores. Aquellos profesionales, serios, adustos en su mayoría, algunos casi góticos, otros estrafalarios (y con ciertos tintes cómicos incluso) fueron los responsables de nuestra formación académica  y de buena parte de nuestra formación humana. En gran parte,  ellos, merced a su profesionalidad, forjaron la leyenda de Campillos como colegio de élite, como lugar de excelencia académica. No hace muchos días, chateando con Nacho Crespo con quien aparte de estudiar en Campillos estudié  también la carrera, me hizo un comentario que me impresionó. Nacho, que ahora manda un barco de Salvamento Marítimo, me dijo (con su gracejo gaditano que se nota incluso cuando escribe en un ordenador):

-          Estoy orgulloso de haber estudiado en Campillos. Gracias a ese colegio ahora estoy donde estoy y no hecho un bacalao.

Las palabras de Nacho no pudieron ser más expresivas y creo que aplicables a todos nosotros. Mi recuerdo emocionado a todas aquellas personas. Mi gratitud hacia ellos, por su profesionalidad y paciencia, por todo lo que por mí, creo que por todos nosotros, se hizo. Porque Campillos eran ellos también. Era don José Macías, el director y fundador del centro. El miedo que me producía en mis primeros años en el colegio se fue convirtiendo poco a poco en una profunda admiración hacia su persona. Por razones en las que ahora no voy a entrar, don José es una de las personas a las que más he admirado en mi vida. Campillos eran los jefes de estudio. Don José Navarro, don José Clavijo, don José Torres, don Federico Anglada, don José Nevado (q.e.p.d), don Manuel de Guzmán, don Antonio Dávila, don Julio Manuel Díez (q.e.p.d), don Manuel Jiménez Calisalvo, don Jacobo Castro (q.e.p.d), don José Agüera (q.e.p.d), don Alejandro Delgado, (El Pancho, entrañable personaje para mí. El profe de matemáticas que me enseño a leer a Joseph  Conrad.) . Campillos eran los profesores que durante aquellos años tuvimos. Rafael Artacho, Francisco Carbonero, José Carrégalo, Francisco Ceballos, Pierre Ballantines, Santos Alba (que estaba como una puta cabra), José Antonio Alba, Uno de cuyo apellido no me acuerdo al que llamábamos el exorcista, excelente profesor de historia en 1º de BUP,  el Freire, (que siempre me tocaba los cojones preguntando si Manolo García Chacón y yo éramos familia), Juan Guerrero “el Mejicano” (¡tiene usted los cojones como un burro, pollo!),  don Francisco Barragán (q.e.p.d), otro curita al que llamábamos Capone, al Barrutel (el pequeño),  Jesús Porras (inculcó en mí para el resto de mi vida la costumbre de escribir con pluma estilográfica), Pedro Laguna, la Juanita, el Paco Tacones, Fernando Sánchez Aillón (el patineta), Pedro Gómez, Ricardo Medina (gran tipo el Ricardito, que le metió el guantazo del siglo a mi amigo Román Mapelli), don Angel, (q.e.p.d) aquel médico tan anciano cuyo apellido no recuerdo. José Ramón, (q.e.p.d) el profesor de gimnasia de Antequera que se mató en un accidente de tráfico siendo un chaval. E Isidro (q.e.p.d). El otro profesor de educación física. Pelirrojo y simpático como él solo. Me contó su viuda que antes de subir a la mesa del quirófano en la que falleció se dedicó a hacer unas flexiones para tonificarse. Y los inspectores. Aquellos cuidadores que nos vigilaban en los dormitorios, en los estudios, en los patios. Recuerdo a la mayor parte de ellos por sus motes: Porky, Gigi el Amoroso, el Sastre (Idelfonso (q.e.p.d) ¡qué buena persona!. Y mira que le hacíamos putadas al pobre), el Pichaverde (qué tío tan antipático), el Mihura y el Mihurilla, los Gitanos (el viejo y el joven), el Superpollo (excelente persona Bernardo a quien veo de vez en cuando), el Profidén, el Lagarto, el Seis Pesetas, el Gorila, el Juan Trigo, el Padilla, el Bola (¿os acordáis? Bola, bola, bola, bola!!!!)  el Pajarito, el Patachula, los búhos, aquellos celadores que se quedaban de noche en centro,  y tantos otros que por allí pasaron y que fueron muchas veces víctimas de nuestra crueldad de niños y adolescentes. Mi recuerdo cariñoso para algunos de ellos que emprendieron ya el gran viaje.

Campillos era también el personal administrativo (el Gómez, el camello, el Katana, los cocineros ) y el de mantenimiento (Frasquito, el señor Paco cuando lo llamaban  por los altavoces, el bueno de Leonardo (q.e.p.d)) Y cómo no, las marmotas (joder, qué burros éramos) aquellas chicas del pueblo que limpiaban, que nos servían la comida, que de vez en cuando nos lanzaban alguna sonrisilla furtiva (no eran mucho mayores que nosotros) y cuya presencia, cuya visión   en aquel ambiente opresivamente masculino nos alegraba el pajarito y nos hacía emitir más de un suspiro.

Aquel lugar, aquel ambiente, aquella disciplina, y aquellos educadores nos hicieron duros, muy duros. Probablemente era esa la principal diferencia con otros chicos de nuestra edad la madurez que a una edad tan temprana alcanzamos. Casi todos nosotros, los que juntos allí estuvimos, cruzamos la línea de sombra (esa línea que según Conrad cruzamos todos los hombres y que separa la primera juventud, de la edad adulta) siendo muy jóvenes. Cuando me preguntan acerca de las enseñanzas de Campillos siempre contesto (ya os lo he contado en otras ocasiones):  En Campillos, lo más importante que aprendía es a no ser un baboso (que es lo peor que puede ser un hombre), y a saber vivir y sobrevivir con dignidad y orgullo. Y sin ningún género de dudas, la otra enseñanza que adquirimos fue la de valorar la amistad y el compañerismo. Campillos creó entre nosotros unos vínculos tan fuertes que hoy en día, 30 años después, se mantienen intactos. Es difícil que personas que no estuvieron en un internado como aquél puedan entender la fortaleza, la consistencia de aquellos vínculos. Puedo decir con orgullo que tengo legiones de amigos, pero nunca la amistad se ha manifestado en mi vida con tanta generosidad como en aquellos años. Algunos de los momentos más hermosos de mi vida se produjeron allí con mis amigos. Y algunos de los más tristes también.

La vida nos separó de forma forzosa. Y hoy, casi de forma forzosa también, volvernos a encontrarnos. Y recuperamos, con infinita alegría,  nuestros recuerdos, una importante parte de nuestras vidas. Este verano me he vuelto a encontrar con algunos de vosotros, ya os lo conté en el anterior capítulo. Y  parte de esa vida olvidada, de esos recuerdos perdidos volvieron con nosotros. Son nuestros recuerdos, benditos sean. Quiera Dios que no los volvamos a perder y que nos acompañen siempre formando parte de ese equipaje de nuestras vidas y que nos ayuden  a ser mejores personas, mejores hombres.

Mientras escribo estas líneas pienso que, aunque todavía no he hablado con todos vosotros,  sé que todos estáis invadidos por la misma alegría, por los mismos anhelos.  Si Dios quiere en muy poco tiempo nos volveremos a encontrar y juntos volveremos a Campillos, a aquel lugar perdido del cual formamos parte, atravesando de nuevo aquellos campos pálidos tras los que quedó oculta nuestra adolescencia.

Nota: Cuando escribí este texto pensé que sería bonito hacer una especie de video, una locución acompañada de imágenes. Si os apetece verla: 

http://www.youtube.com/watch?v=j07hg8L3xF4&noredirect=1


2 comentarios:

  1. Fui alumno -de los primeros- y después profesor durante un año (1961-62). Como campillero me ha emocionado la descripción que haces de Campillos, me ha parecido insuperable. La voy a guardar y espero releerla muchas veces...Conozco a la mayoría de los que citas, algunos de ellos ya fallecidos.

    La única crítica es de carácter accesorio: Deberías cambiar el formato del blog. El fondo negro entristece aún más su tono nostálgico...

    Un saludo cordial

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  2. Mi recuerdo de Pepe Macías, no es de admiración ni desprecio, ni mucho menos odio. Reconozco su laboriosidad, pero entiendo que para él éramos un negocio, visto desde el punto de vista de hoy día. Por otra parte, mi afecto y reconocimiento a la mayoría de profesores, que eran de muy alta calidad profesional y humana, aunque hubo algunos mediocres, y algúnos malos. De casi todos los inspectores tengo un recuerdo muy grato, especialmente del Sastre, del Mihura y de Padilla. Desde el punto de vista de habitabilidad del Colegio, considerándolo desde los valores actuales, lamento que las condiciones de alojamiento y comida fueran desastrosas, y pienso que mi padre pagó una pasta excesiva para la "confortabilidad" que sufríamos. Seguramente, éste fue el motivo por el que salí a vivir al pueblo, el 2º año como mediopensionista, y el tercero totalmente externo. Campillos me sirvió para terminar mi Bachillerato, pero a un precio muy caro. También había muchos indeseables entre los compañeros, aunque nos podíamos permitir el lujo de seleccionar nuestros compañeros.

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